Cuando la obra se inicia, don Alfonso Pereira, dueño de la
hacienda Cuchitambo, salió colérico una mañana de su casa dando un portazo y
mascullando una veintena de maldiciones.
Su hija, una niña inocente de diecisiete años, había sido
deshonrada por un cholo de apellido Cumba: “Tonta. Mi deber de padre.
Jamás consentiría que se case con un cholo. Cholo por los cuatro costados del alma y del
cuerpo. Además… El desgraciado ha
desaparecido. Carajo…”, terminó diciendo
Alfonso Pereira mientras coadyuvaba su mal humor los recuerdos de sus deudas,
sobre todo los diez mil sucres que le debía a su tío Julio Pereira.
No tardó éste en avecinarse al sobrino para hacer efectivo
su cobro. Sabiendo que el sobrino no
tenía el dinero adeudado, don Julio Pereira se apresuró a proponerle un
“negocio”.
Le dijo que Mr. Chapy, el gerente de la explotación de la
maderera en el Ecuador, ofrecía traer maquinarias para explotar las excelentes
madreras habidas en sus propiedades, lo cual exigiría limpiar de huasipungos
(huasi: casa; pungo: puerta; parcela de tierra que otorga el dueño de la
hacienda a la familia india por parte de su trabajo diario) las orillas del
río.
Fueron muchas las objeciones que Alfonso Pereira puso a las
proposiciones del tío, pero aun sabiendo que se metía en la boca del lobo, cedía
al fin, ante el recuerdo de su honor manchado.
En pocas semanas don Alfonso Pereira arregló cuentas y firmó
papeles con el tío y Mr. Chapy.
Y una mañana salió de Quito con su familia llegando a los
pocos días al pueblo de Tomachi.
La mitad del camino fueron cuatro indios quienes tuvieron
que llevar sobre sus espaldas a don Alfonso, a su mujer doña Blanca Chaique de
Pereira, madre de la distinguida familia, un jamón que pesaba lo menos ciento
setenta libras.
Todo el camino el pensamiento de Lolita se centró en el
recuerdo del indio al que ella se había entregado por amor, y que hasta ese
momento no se explicaba por qué la había abandonado a su suerte.
Rápidamente Alfonso Pereira visitó a muchos conocidos que el
servirían para llevar a cabo su proyecto comprar, a base de engaños las tierras
de los indios.
Para esto contaba con el párroco del pueblo in gran aliado,
hombre ambicioso que protegido por su sotana, era capaz de las más bajas
acciones a cambio de una comisión.
Al poco tiempo, nació el hijo de Lolita, y como a la madre
se le secó la leche, los esbirros al servicio de don Alfonso, se encargaron de
buscar entre las indias la más apropiada para que diera de lactar al recién
nacido.
El cholo Policarpio, para congraciarse con su patrón,
recurría a las acciones más inicuas. Con
tal de satisfacer a su amo, Policarpio desechaba en el acto a todas aquellas
indias que tenían hijos desnutridos, que eran la mayoría como consecuencia de
los constantes cólicos y diarreas que les provocaba la mazamorra guardada, las
papas y ollucos descompuestos que tenían que ingerir sumidos en una miseria
execrable.
En pocos meses Alfonso Pereira terminó con el dinero que su
tío le había dado; al saber que la leña y el carbón de madera tenían gran
demanda ordenó iniciar la explotación en los bosques de la montaña.
El cholo Gabriel Rodríguez, conocido como el Tuerto
Rodríguez fue encargado de dirigir los trabajos así como de mantener la
disciplina de los indios, que en su mayoría fueron arrancados de sus hogares
para cumplir con tan inhumano trabajo.
Toda la peonada caía producto de la modorra del cansancio,
sobre ponchos donde los piojos, las pulgas y hasta las garrapatas lograban
hartarse de sangre.
Cada cierto tiempo una treintena de indios eran arreados
como bestias a limpiar la quebrada grande donde el agua se atoraba en los
terrenos altos y había que limpiar el cauce del río.
De lo contrario, los fuertes desagües de los deshielos y de
las tempestades de las cumbres romperían el dique se formaba constantemente con
el lodo, precipitando hacia el valle una creciente turbia capaz de desbaratar
el sistema de riego de la hacienda y arrancar con los huasipungos a las orillas
del río.
Los indios cuando sufrían algún accidente eran tratados con
desgano y negligencia, uno de ellos, Andrés Chilinquinga, se hirió en el pie
con el hacha cuando cortaba leña.
Fue tratado por un curandero quien tomó el pie hinchado del
enfermo y en la llaga purulenta repleta
de gusanillos y de pus verdosa estampó un beso absorbente, voraz, de
ventosa.
Las quejas y espasmos del enfermo desembocaron pronto en un
grito ensordecedor que le dejó inmóvil precipitándolo en el desmayo.
El curandero estaba seguro que al extraer esa masa viscosa
de fetidez nauseabunda, había alejado del enfermo los demonios que
estrangulaban la conciencia de la víctima.
Andrés quedó cojo y fue destinado a labor de espantapájaros.
Las indias no estaban exentas de los vejámenes de don
Alfonso, quien algunas veces, en combinación con el cura, abusaban de éstas.
Dentro del compromiso que don Alfonso Pereira tenía con su tío y con Mr.
Chapy, estaba el de construir un camino por el cual se transportaría las
cosechas a la capital.
Para ello contaba con
la ayuda incondicional de los hermanos Rusta, de Jacinto Quintana y otros
cholos influentes entre la indiada que estaban dispuestos a secundar cualquier
bajeza del patrón, con tal de obtener alguna ganancia.
Centenares de indios fueron sometidos con engaños a cumplir
aquella ardua empresa que arrastraría a muchos de ellos a la tumba.
Al comienzo accedieron de buena gana a tan difícil tarea, ;
pero el mal trato, la mala alimentación y el castigo físico, creó un rápido
descontento Jugo de caña fermentado en
galpones con orines, carne podrida y zapatos viejos, fue repartido por orden de
don Alfonso entre la indiada pro provocar
el embrutecimiento alcohólico necesario para el máximo rendimiento.
A los pocos que se resistían a las inhumanas condiciones de
trabajo, el Tuerto Rodríguez se encargaba de flagelarlos a punta de látigo,
para luego obligarlos a beber aguardiente mezclado con zumo de hiera mora, orín a de mujer preñada, gotas de limón y excremento molido de cuy. Era un brebaje preparado por e l mismo Tuerto
y que él llamaba “medicina”.
Los cholos tenían algunas preferencias, en cambio los indios
debían soportar los peores trabajos, como aquél, en que perdieron la vida
muchos al intentar drenar un pantano por donde debía pasar el camino.
El cura cumplía su trabajo a la perfección prometiendo
grandes cuentos en las penas del purgatorio y del infierno para que indios y
cholos no desistieran en el trabajo.
Irónicamente a lo que acontecía en Tomachi, los medios
publicitarios cubrieron la heroica hazaña del terrateniente y sus secuaces,
llamándolos hombres emprendedores e inmaculados.
Don Alfonso devoró una y otra vez los artículos que su tío
Julio le enviaba constantemente. Un
lecho trágico vino a enlutar aún más a los indios de Tomachi, cuando un aluvión
se precipitó arrasando todo lo que encontró a su paso.
Para el único que esto no significó una sorpresa fue para
don Alfonso, pues, cuando el cholo Po9licarpio y veinte indios más quisieron ir
a limpiar el cauce del río para evitar el atoro del agua, don Alfonso se negó
diciéndoles que todavía no era necesario.
En el fondo el ambicioso terrateniente sabía que la única
forma de hacer desaparecer los huasipungos eran arrasándolos con un aluvión;
ningún patrón había podido sacarlos, pues, los indos se había revelado siempre,
pero ahora, era terrible masa fangosa llevaba consigo puertas de potreros,
animales, arboles arrancado de raíces y cadáveres de niños que no habían podido
escapar a tiempo de las fauces hambrientas del aluvión.
Los indios culparon de la tragedia a Tancredo Gualacota,
quien se había atrevido a pedirle al cura que hiciera una rebaja en el monto
que tenía que donar a la iglesia para la Virgen de la Cuchara.
La furia y la desesperación
llevaron a los indios a dar muerte al huasipnguero, el cura aprovechó
este hecho para manifestar que la desgracia era “Castigo de Dios”.
Cholos e indios acoquinados por aquel temor se arrodillaban
a los pies del fraile, soltaban la plata y le besaban humildemente las manos o
la sotana.
Obtuvo el cura utilidades suficientes para comprarse un
camión de transporte de carga y en autobús de pasajeros, dejando el buen número
de arrieros que había a lo largo y a lo ancho de toda la comarca sin
trabajo.
El aluvión dejó como saldo una hambruna infernal entre la
indiada: vanos fueron los requerimientos que se hicieran a don Alfonso, quien
se negó rotundamente a darles alimento.
Cuando Policarpio, que hacía de intermediario entre el
patrón y los siervos se apersonó donde don Alfonso a manifestarle que uno de
sus bueyes levaba muerto varios días y que los indios solicitaban les regalara
la carne podrida; éste se negó, alegando que los indios no deberían probar una
miga de carne, pues “Son como las fieras, se acostumbran”.
Ordenó que la sepultasen en el acto. Policarpio hubo de azotar a los indios e
indias encargados de sepultar al maloliente animal ya que estaban disputándose
la carne con los gallinazos. “Indios
ladrones”, los llamó.
Pero el hambre pudo más que el temor a las órdenes del
patrón y, protegidos por la oscuridad de la noche, varios indios, entre ellos
Andrés Chiliquinga, se deslizaron con
sigilo de alimaña nocturna hasta la fosa donde yacía sepultado el
animal, y luego de desenterrarlo, se disputaron el “preciado festín”.
A los pocos días la Cunschi, la mujer de Andrés, moría como
consecuencia de ingerir la carne putrefacta.
Como era de esperar, don Alfonso se negó a soltar dinero
para sepultar a la infeliz ´cuyo cuerpo, ya en estado descomposición, era
velado en su choza por el desconsolado marido y algunos amigos-.
El cura ofreció al pobre Andrés darle sepultura a la
Cunschi, pero tendría que pagar treintaicinco sucres.
El indio, desesperado, solicitó un crédito; pero el ambicioso
fraile le dijo que “En el otro mundo todo al contado”. Andrés deambuló por los
senderos que trepan los cerros pensando qué hacer para conseguir el dinero para
sepultar a su mujer.
En una vaca extraviada por esos lares creyó encontrar la
solución a su problema.
La vendió por cien
sucres en un pueblo cercano donde no lo conocían, pero su hurto fue descubierto
por los adulones de don Alfonso, quienes por orden de éste, lo flagelaron
públicamente para que todos vieran el castigo que se infringía a los ladrones
que faltaran el respeto al amo.
De boca en boca corrió por el pueblo la noticia de la
llegada de los señores gringos.
Todas las banderas del pueblo adornaron las puertas y las
ventanas para el gran recibimiento, pues, los indios estaban convencidos que
aquellos señores saciarían su hambre; ni siquiera se detuvieron ante los
indios, y en tres automóviles de lujo, fueron directamente a la casa de Alfonso
Pereira.
Los gringos exigieron a don Alfonso que desalojara a los
indios de la loma del cerro, donde ya habían sido enviados después de ser
desalojados por el aluvión, de las orillas del río. “a cordillera oriental de estos andes está
llena de petróleo”, dijeron los gringos.
De acuerdo por lo ordenado por los señores gringos, don
Alfonso contrató unos cuantos forajidos para desalojar a los indios de los
huasipungos de la loma.
Grupo que capitaneado por el temible Tuerto Rodríguez y por
los policías de Jacinto Quintana, la “Autoridad” de Tomachi, cumplió las
ordenes con severidad, pero Andrés Chilinquinga, impulsado por su
desesperación, se armó de coraje e incitó a todos los indios a defender con la
vida su huasipungo.
La multitud campesina, cada vez más nutrida y violenta con
indios que llegaban de toda la comarca gritaban “Ñucanchic huasipungo” (nuestro
huasipungo), mientras blandían amenazadoramente picas, hachas, machetes y
palos, armas con que habían de defender hasta la muerte lo que les
pertenecía.
El primer encuentro duró hasta la noche; el Tuerto Rodríguez
y Jacinto Quintana, sucumbieron ante la indiada enfurecida, que ni siquiera las
balas, pudieron detener. A la mañana
siguiente fue atacado el caserío de la hacienda.
Desde la capital, con
la presteza con que las autoridades del gobierno atienden estos casos, fueron
enviados doscientos hombres de infantería a sofocar la rebelión. En los círculos sociales y gubernamentales la
noticia circuló entre alardes de comentarios de indignación y órdenes heroicas:
“Que se les mate sin piedad a semejantes bandidos”. “Que se acabe con ellos como hicieron otros
pueblos más civilizados”. “Hay que
defender a las desinteresadas y civilizadoras empresas extranjeras”, fueron
algunas de las consignas que alentaron al comandante que dirigió la masacre de
Tomachi.
Las balas de los fusiles y las de las ametralladoras
silenciaron en parte los gritos de la indiada rebelde. El último en sucumbir con su hijo en brazos
fue Andrés Chiquilinga, quien pagaba con su vida, el haberse atrevido a
rebelarse a sus patrones.